Érase una vez una niña y
un niño que se encontraron en un cruce de caminos. Ambos, como todos los que
recorren caminos porque no se conforman con quedarse en la seguridad de lo
conocido, llevaban muchas piedras en los zapatos. No todos los que recorren los
caminos llevan la misma cantidad de piedras ni del mismo tamaño. Algunos van
provistos de calzado más alto y apenas les entran chinas, pero otros no van tan
bien preparados y les entran piedrecitas, chinas y hasta algo de arenilla a
veces. No todos habían transitado el mismo tipo de vía, y aunque todas tenían
algunos obstáculos, no todas erosionaban igual a los caminantes.
El niño y la niña se
miraron y les gustó lo que vieron en sus ojos, en la sonrisa del otro, y
decidieron acompasar un poco sus pasos para poder seguir recorriendo al menos
una parte del camino a la misma altura, haciéndose compañía. Ninguno sabía cuál
era el destino del otro, pero no pareció preocuparles, se concentraban en
disfrutar el pedazo de camino en que coincidieran, con absoluta libertad.
En algunos
momentos concretos y según cómo fuera de accidentado en ese momento el camino,
ella o él notaban alguna de las piedrecitas clavarse en su pie pero era cosa
del camino y todos los caminantes aguantan ciertas incomodidades, dolor y hasta
un poco de angustia a veces porque sienten y confían que en ese proceso, a lo
largo del sendero, ellos se están transformando y se sentirán cada vez un poco
más fuertes. Algunos llevaban heridas más o menos cicatrizadas, pero no estaban
a la vista y, además, la mayoría se esforzaban en ocultarlas porque al fin y al
cabo era algo embarazoso y doloroso hablar de aquellas que han sido profundas
(algunas de hecho, seguían sin cicatrizar).