19 de octubre de 2013

Érase una vez I

Érase una vez una niña y un niño que se encontraron en un cruce de caminos. Ambos, como todos los que recorren caminos porque no se conforman con quedarse en la seguridad de lo conocido, llevaban muchas piedras en los zapatos. No todos los que recorren los caminos llevan la misma cantidad de piedras ni del mismo tamaño. Algunos van provistos de calzado más alto y apenas les entran chinas, pero otros no van tan bien preparados y les entran piedrecitas, chinas y hasta algo de arenilla a veces. No todos habían transitado el mismo tipo de vía, y aunque todas tenían algunos obstáculos, no todas erosionaban igual a los caminantes.

 El niño y la niña se miraron y les gustó lo que vieron en sus ojos, en la sonrisa del otro, y decidieron acompasar un poco sus pasos para poder seguir recorriendo al menos una parte del camino a la misma altura, haciéndose compañía. Ninguno sabía cuál era el destino del otro, pero no pareció preocuparles, se concentraban en disfrutar el pedazo de camino en que coincidieran, con absoluta libertad.   
       
 
En algunos momentos concretos y según cómo fuera de accidentado en ese momento el camino, ella o él notaban alguna de las piedrecitas clavarse en su pie pero era cosa del camino y todos los caminantes aguantan ciertas incomodidades, dolor y hasta un poco de angustia a veces porque sienten y confían que en ese proceso, a lo largo del sendero, ellos se están transformando y se sentirán cada vez un poco más fuertes. Algunos llevaban heridas más o menos cicatrizadas, pero no estaban a la vista y, además, la mayoría se esforzaban en ocultarlas porque al fin y al cabo era algo embarazoso y doloroso hablar de aquellas que han sido profundas (algunas de hecho, seguían sin cicatrizar).