31 de agosto de 2013

Recuerdo de la infancia




Otro domingo más comiendo con los abuelos. El comedor es pequeño y los muebles siguen siendo los de hace años. No son demasiado viejos pero tienen ese sabor de lo que es un poco antiguo sin ser clásico, lo que en su momento estaba bien, sin grandes excesos. Justo enfrente, saliendo del comedor está la puerta de la cocina, también cuadrada, más bien pequeña y con el olor de la paella al fuego, como cada domingo. Pero primero el aperitivo, invariablemente, ese paso obligado en aquella casa y que mi abuelo disfrutaba preparando más si cabe que la consabida paella. Siempre es un tentempié sencillo, que no escueto, y verle a él a la mesa, un deleite. Sí, disfrutaba los alimentos como todo en su vida, con excesos, como si no hubiera mañana. Todavía hoy recuerdo esos aperitivos cada vez que bebo sidra, “digestiva y riquísima”, decía, y aprovechando para terminarla durante el resto de la comilona.

Era él, en realidad, quien llenaba las estancias y no el olor a comida. Mi abuelo, ese hombretón a lo John Wayne con un carácter a la altura de su corpulencia. Su presencia llenaba y su inteligencia desbordaba. Era el patriarca, un hombre a la antigua usanza que con los años fue perfeccionando, no sé si consciente o inconscientemente, ese arte de ser el centro de atención, sin que por ello los de alrededor se sintieran desplazados o menos atendidos. Su fuerte carácter y sus maneras, casi siempre excesivas, en mi caso habían hecho que el cariño por él fuera una mezcolanza de temor a sus gritos o arrebatos, los que todo sea dicho, rara vez iban dirigidos a mí; admiración por la resolución que había demostrado a lo largo de su vida, enfrentando las adversidades; y curiosidad por saber más de él, y de su vida, a medida que me iba haciendo mayor.

Mi abuela es una figura que a su lado quedaba empequeñecida no sólo porque físicamente sea menuda sino porque su carácter había quedado reducido a poca cosa, tanto por lo poco que tenía que aportar como por lo larga que era la sombra de mi abuelo. La eclipsaba. Tardé mucho tiempo en comprender, y no lo hice hasta que no tuve cierta información años después, cómo esos dos seres habían llegado a decidir unir sus vidas. Ahora, desde mi visión de mujer adulta, casi me produce algo de pena porque ella simplemente es una mujer de su tiempo, producto de la educación de la España anterior a la guerra. Nacida en esa España profunda de los pueblos cerrados a las influencias externas, donde la pequeña comunidad se retroalimenta de sus propias impresiones y reglas.

No recuerdo cuánto tiempo llevamos a cabo ese ritual, cuántos años dejé a mi madre sola comiendo en casa los domingos desde que murió el que era el principal motor de sus vidas, su hijo, y en mi caso, ése del que nuestras vidas siguen llenas y del que yo no tengo recuerdos, mi padre.

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