17 de noviembre de 2014

Erasmus, que no orgasmus.

No era yo entonces la persona que soy ahora, principalmente en cuanto a emociones y percepción personal se refiere. Italiano, tenía que ser italiano, con todo ese despliegue de atenciones que saben manejar tan bien y que casi siempre tiene un punto de irrealismo para la españolita de turno. No nos engañemos, no estamos acostumbradas y aunque una parte de ti te avise y te diga que andes con pies de plomo, es difícil resistirse por más que tu razón te siga enviando avisos.

Era alto, bien formado, de sonrisa encantadora, manos grandes que rasgaban su guitarra con talento y una voz dulce que acompañaba a sus ojos en calidez. Yo sólo iba a ser su amiga-profesora de español. Un país extranjero, frío, gris y dos almas mediterráneas pasando horas juntas. Probé la miel de sus labios apenas un par de veces y fue suficiente para perderme. Me frenó, su corazón ya latía en español pero no por mí. Me alejé decidida a pasar página pero a diario me topaba con él: comedores universitarios, pub donde íbamos todos los erasmus, salas habilitadas para navegar por internet, emails y acercamientos en persona. ”¿Quieres un té?”, “te invito a comer”…