10 de enero de 2014

Viajera

06/12/13

Un pequeño o gran lujo, depende de cómo se mire. Me es difícil explicar porqué me hace sentir tan bien estar sentada en un café, desayunando junto a la cristalera, desde donde puedo observar la calle, la vida; especialmente si el entorno es el centro de una ciudad con encanto. A pesar de toda la modernidad, con negocios agolpándose bien alineados uno tras otro, los edificios se empeñan en conservar el sabor añejo del Madrid de antaño.
No es que me sienta bohemia o de una manera especial pero estar en sitios así siempre me ha provocado calma interna. Sin pretenderlo ni poder evitarlo. Observo la fauna de la ciudad porque a pesar de la hora, y siendo festivo, la ciudad bulle ya.


Hago tiempo...o lo deshago, lo dejo deslizarse entre mis dedos hasta que sea la hora de coger el vuelo rumbo a la tierra donde las cosas se hacen al golpito; allí donde la temperatura es benévola con sus gentes todo el año; allí donde volveré a reencontrarme con la playa, con el mar. Playa con mar bravo esta vez.

¿Puede añorarse algo con lo que aún no te has encontrado por primera vez? Me ronda, me acecha la sensación de que me gustará esa tierra y volveré a la mía como el que vuelve a un limbo conocido. Un limbo donde no predomina ni lo absurdo ni lo triste pero es un limbo ubicado en una tierra dura, con gentes hechas a su imagen y semejanza.

Al salir a la calle el frío me golpea de nuevo y al poco, las mejillas y hasta la barbilla duelen con la sensación helada impregnada. El sol, con el cielo completamente despejado hoy, calienta en la capital todo lo que la estación le permite y su calidez me hace relajarme y sonreír. Instantes como éste, darme cuenta de ellos, parar a saborearlos, recargan y alimentan mi yo menos mundano.
Mi atención se desvía cuando los veo venir. Barba poblada, gafas de sol y sonrisa de satisfacción mientras a cada paso echa la vista a su perro. Es joven, de tamaño pequeño, que a cada poco se gira a confirmar de reojo que su compañero humano sigue su ritmo. Trota, más que camina, con un brío que parece más propio de un equino que de un perrillo como él. Ambos van contentos; en ambos puedo apreciar o adivinar la sonrisa y, con ella, consiguen arrancarme a mí la primera risa del día, por lo bajini, eso sí, sólo para mí.

Al volver a Atocha, me recreo de nuevo en la tibieza del ambiente estando parada al sol. Parece avisarme de la bonanza que me espera. Calorcito con sensación de paz acompañándole, esa que me invade cada vez que emprendo un viaje. "Volverás enamorada de aquello", me dice mi amiga, y algo dentro de mí me dice que quizás tenga razón. Las cosas suceden deprisa e inesperadas de un tiempo a esta parte de mi vida. 

1 comentario:

  1. Tienes unas sensaciones de la capital parecidas a las mías. Me encanta visitarla y encuentro a sus gentes muy acogedoras. Parecen personas distintas a las que nos devuelven la visita en verano.

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