Otro domingo más comiendo con los abuelos. El
comedor es pequeño y los muebles siguen siendo los de hace años. No son
demasiado viejos pero tienen ese sabor de lo que es un poco antiguo sin ser
clásico, lo que en su momento estaba bien, sin grandes excesos. Justo enfrente,
saliendo del comedor está la puerta de la cocina, también cuadrada, más bien
pequeña y con el olor de la paella al fuego, como cada domingo. Pero primero el
aperitivo, invariablemente, ese paso obligado en aquella casa y que mi abuelo
disfrutaba preparando más si cabe que la consabida paella. Siempre es un
tentempié sencillo, que no escueto, y verle a él a la mesa, un deleite. Sí,
disfrutaba los alimentos como todo en su vida, con excesos, como si no hubiera
mañana. Todavía hoy recuerdo esos aperitivos cada vez que bebo sidra,
“digestiva y riquísima”, decía, y aprovechando para terminarla durante el resto
de la comilona.
Era él, en realidad, quien llenaba las
estancias y no el olor a comida. Mi abuelo, ese hombretón a lo John Wayne con
un carácter a la altura de su corpulencia. Su presencia llenaba y su
inteligencia desbordaba. Era el patriarca, un hombre a la antigua usanza que
con los años fue perfeccionando, no sé si consciente o inconscientemente, ese
arte de ser el centro de atención, sin que por ello los de alrededor se
sintieran desplazados o menos atendidos. Su fuerte carácter y sus maneras, casi
siempre excesivas, en mi caso habían hecho que el cariño por él fuera una
mezcolanza de temor a sus gritos o arrebatos, los que todo sea dicho, rara vez
iban dirigidos a mí; admiración por la resolución que había demostrado a lo
largo de su vida, enfrentando las adversidades; y curiosidad por saber más de él,
y de su vida, a medida que me iba haciendo mayor.
Mi abuela es una figura que a su lado quedaba
empequeñecida no sólo porque físicamente sea menuda sino porque su carácter
había quedado reducido a poca cosa, tanto por lo poco que tenía que aportar como
por lo larga que era la sombra de mi abuelo. La eclipsaba. Tardé mucho tiempo
en comprender, y no lo hice hasta que no tuve cierta información años después,
cómo esos dos seres habían llegado a decidir unir sus vidas. Ahora, desde mi
visión de mujer adulta, casi me produce algo de pena porque ella simplemente es
una mujer de su tiempo, producto de la educación de la España anterior a la
guerra. Nacida en esa España profunda de los pueblos cerrados a las influencias
externas, donde la pequeña comunidad se retroalimenta de sus propias
impresiones y reglas.
No recuerdo cuánto tiempo
llevamos a cabo ese ritual, cuántos años dejé a mi madre sola comiendo en casa
los domingos desde que murió el que era el principal motor de sus vidas, su
hijo, y en mi caso, ése del que nuestras vidas siguen llenas y del que yo no
tengo recuerdos, mi padre.
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