Érase una vez una niña y
un niño que se encontraron en un cruce de caminos. Ambos, como todos los que
recorren caminos porque no se conforman con quedarse en la seguridad de lo
conocido, llevaban muchas piedras en los zapatos. No todos los que recorren los
caminos llevan la misma cantidad de piedras ni del mismo tamaño. Algunos van
provistos de calzado más alto y apenas les entran chinas, pero otros no van tan
bien preparados y les entran piedrecitas, chinas y hasta algo de arenilla a
veces. No todos habían transitado el mismo tipo de vía, y aunque todas tenían
algunos obstáculos, no todas erosionaban igual a los caminantes.
El niño y la niña se
miraron y les gustó lo que vieron en sus ojos, en la sonrisa del otro, y
decidieron acompasar un poco sus pasos para poder seguir recorriendo al menos
una parte del camino a la misma altura, haciéndose compañía. Ninguno sabía cuál
era el destino del otro, pero no pareció preocuparles, se concentraban en
disfrutar el pedazo de camino en que coincidieran, con absoluta libertad.
En algunos
momentos concretos y según cómo fuera de accidentado en ese momento el camino,
ella o él notaban alguna de las piedrecitas clavarse en su pie pero era cosa
del camino y todos los caminantes aguantan ciertas incomodidades, dolor y hasta
un poco de angustia a veces porque sienten y confían que en ese proceso, a lo
largo del sendero, ellos se están transformando y se sentirán cada vez un poco
más fuertes. Algunos llevaban heridas más o menos cicatrizadas, pero no estaban
a la vista y, además, la mayoría se esforzaban en ocultarlas porque al fin y al
cabo era algo embarazoso y doloroso hablar de aquellas que han sido profundas
(algunas de hecho, seguían sin cicatrizar).
Se contaron que él venía
de una tierra toda rodeada por el mar…daba igual en qué dirección anduviera,
siempre terminaba encontrando agua. El mar solía calmar al niño, era como una
madre que siempre está ahí presente y proporciona sensación de paz y seguridad.
Pero también en esa tierra rodeada de mar había obstáculos y uno se llevaba
golpes a veces. La niña en cambio venía de una tierra árida, dura, que también
tenía sus bondades, pero donde las cosas solían ondular de un extremo a otro, y
las gentes de esa tierra habían amoldado su carácter al entorno.
Ambos parecían estar
encantados con la compañía y sentían al otro cercano, como si pudiera
comprenderle mejor que la mayoría de los caminantes. La niña no terminaba de
creerse que ese pudiera ser un compañero de viaje tan estupendo…al fin y al
cabo, ningún otro caminante con el que había coincidido antes había terminado
resultando fiable. La mayoría no habían sido claros o se habían desviado por un
atajo sin ni siquiera despedirse o…bueno, otras cosas, pero ella no quería
recordar esas cosas. Lo mejor era pensar sólo en el día de hoy.
El trecho que llevaban
caminando a la par no era demasiado pero en ciertos momentos el niño y la niña
parecían crear una especie de burbuja donde además ambos se decían lo contentos
que estaban de lo que estaban compartiendo. Reían, los temas de conversación
eran muchos y variados, no se sentían juzgados por el otro y a veces, hasta se
escapaban miradas de complicidad. Sentían vértigo, decían, porque casi no
parecía real que todo fuera tan bien en tan poco tiempo.
En una de tantas
conversaciones nada hizo presagiar el momento que iban a vivir. El niño le dio
un pequeño empujón a la niña, como una broma, como un juego, incitándola a
seguir adelante olvidándose un poco de ciertas dificultades de los caminos
pasados…con tan mala suerte que en ese empujón la niña dio un traspié y se
clavó aquella piedra, esa a la que era tan sensible porque era la más grande y
con más aristas. El niño no se dio cuenta y seguía el camino al mismo ritmo,
pero la niña tuvo que detenerse porque el dolor del pie era fuerte, intenso,
tenía que parar para recolocar un poco la posición del pie de manera que
molestara menos. En su dolor, no se dio cuenta de avisar al niño de que parara
con ella un momento, y cuando escuchó su nombre y levantó la cabeza, le
encontró un trecho más adelante con cara de no entender porqué ella se
quedó callada.
La magia pareció
esfumarse, en cuestión de segundos. De repente, ambos eran conscientes de sus
doloridos pies, de lo que pesaban en realidad a veces esas piedras con las que
andaban. Ambos comenzaron a hablar, la intención era la mejor por parte de los
dos, pero ese trecho del camino que les separaba hacía que la comunicación
fuera imposible en ese momento. La distancia, las ráfagas de viento que
soplaban en algún instante y el dolor propio de cada uno que parecía hacer
imposible en ese momento que ambos caminaran un poco y encontrarse a medio
camino.
Si él se hubiera girado me
habría visto aquí parada, no es para tanto, pensó ella.
¿Ha llegado a pensar que
el empujón fue a propósito? ¿Ha pensado que yo podría hacer algo así?, pensó él
ofendido.
En ese tiempo la niña
había visto al niño cojear de un pie y sabía que él necesitaba parar en algún
momento también para reajustar la postura, a pesar de que él no lo hubiera
mencionado y actuara como que todo estaba bien. Así que, cuando vio que él
hacía un gesto señalando la dirección del destino donde ambos iban a hacer una
parada, más adelante, no le intentó frenar. Ella pensó que a él le vendría bien
un poco de soledad a pesar de que quería continuar con él a su lado. Le pareció
que también él se marchaba con cara abatida y se dispuso a asumir la tristeza
que justo en ese momento empezó a invadirle.
Ella reanudó la marcha y
muy a lo lejos, por delante, podía distinguir la figura masculina. No iba a
correr, seguía convencida de que él necesitaba tiempo, espacio personal y
recolocar un poco esas cosas que le hacían daño. Además llevaban sólo un trecho
de sus caminos juntos, ella no podía saber con seguridad si a él le apetecía
seguir en su compañía o simplemente dejaría pasar el tiempo y se encontrarían
en esa parada que ambos iban a hacer en el mismo sitio. A ella también le
vendría bien hacer parte del trayecto en soledad para que ciertas heridas de
antaño fueran cicatrizando.
(TO BE CONTINUED)
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